A la luz de la luna aprendí que mis pasos no se oían, que durante la noche me volvía invisible. Me movía con la liviandad suficiente, sin dejar huellas. Así conocí el insomnio, la vida en medio de la oscuridad y cómo el llanto se hace silencioso si aprietas los labios y dejas que las lágrimas caigan sin siquiera parpadear.
Día tras día, casa tras casa, vida tras vida. Silencio.
No importaba si el piso era madera crujiente, cemento frio o cerámicos resbaladizos. Surfeaba la noche y la habitaba sin temor.
En la penumbra no había peligros, en las tinieblas era impalpable: estaba a salvo.
Fueron esas sombras las que me enseñaron a resistir, a leer sin luz, a tomar café, a rezarle a las estrellas, a pedir con insistencia que no amaneciera.
Pero la rotación de la tierra tenía una primera gran enseñanza para darme, por más que suplique el sol tenía que salir, por más que me empecine ese eje fijo me diría con incomodidad que ahora no era el momento, que por ahora solo podía ofrecerme esto y nada más y quizás más adelante (sin seguridad) podría hacer del día una noche eterna.
Así que con resignación asentí, y esperé.
Esperé que me devolviera mi noche eterna pero se volvieron frías. En medio de una casa vacía no tenía que ocultarme en el mutismo, pero ya no sabía cómo evitarlo.
Hacerme visible a través del sonido no era una opción.
Y de pronto un día a mitad de la tarde y habiendo olvidado aquella suplica el día se hizo noche, se oscureció por completo. Fue toda una sorpresa, como un regalo inesperado. Y durante los minutos que duró solo me estremecí mirando por la ventana, no tenía a dónde caminar, no sabía cuanto duraría.
Pensé que era mi revancha.
Pero no, porque ya había aprendido que ante el temor la única salida era la quietud. Perdí.
Así conocí el rechazo.
Obstinarse no sirvió.
Ahora espero con ansias el siguiente eclipse. Pero ese que yo quiero.
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