Casi todas mañanas mentía con lo mismo, que con un café bastaba.

Sucedía a los 15, a los 18 o a los 21. Era la rutina de mi propio espanto, el jarrito de greda que lo filtraba, la tacita marrón que lo resguarda. Un puchito en el antejardín mientras sacaba la basura, siempre con fósforos, nunca en encendedor. 

Sin importar dónde estaba, una mañana a los 21 el auto era blanco.

La habitación era verde.

Cualquiera alegaria a qué no fue en contra de mi voluntad. Había una carretera, muchos camiones pasaban. 

Siempre me ha resultado increíble como funciona la mente humana, he olvidado fórmulas físicas, reglas gramaticales pero ese olor se me ha quedado impregnado en los huesos.

Tendida e inmóvil sabiendo que las paredes son sordas y mudas si hace falta.

Quizás esas ropas están en algún basural y como gran jugada de la defensa no recuerdo el más infimo detalle de cómo terminó su festín.

Otra vez el auto blanco, la sonrisa del chófer, el temblor de mis manos. - Ya está pago, me dijo. 

Pero a mí nunca me pagó.

Y aunque mi condena implicó la falda creencia de mi ánimo de lucro, a mí nadie me pagó. 

Las noches era la perpetuación de imágenes borrosas, no tenía nada que me sacará de sí. Estaba lúcida. No hay tortura más obscena que la lucidez, sin opción a defensa, a fingir al menos demencia.

Mientras el agua corría, el olor se concentraba. Lo sentí en el almuerzo, camino al trabajo, antes de irme a dormir. Era la habitación de una cárcel de aromas que me llevaban un sin fin de veces al banquete que te armaste a punta de pistola con mis muñecas aferradas a la nada.

He soñado, no te miento, con la cámara que nos observaba, sueño que muestras tu inocencia y la enmascaras con placer. Que la usas como un arma para lanzarme al vacío. Y ahí mientras caigo en un acantilado oscuro e infinito saco el mismo revólver, apunto y por fin sos vos quien siente el olor de tu sangre correr. 

 

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