Inercia del sistema

Camino despacio, todos las mismas caras. Aún no es hora de que los oficinistas emprendan rumbo a lo que llaman labores, solo hay mujeres humildes y hombres con menos entusiasmo que fuerza.
En la misma dirección, como corderos, una inercia taciturna, el desdén de sus miradas apagadas, y el desgano. Olores de desayunos a medias,  no hay cordialidad, hay una muerte prematura de sueños.
Mientras sus hijos pequeños aún duermen, ellos se levantan, sin ánimos de lucha armada, solo con la convicción de que este mes tampoco se puede ahorrar.
Nos vendimos al sistema por necesidad.
Hay los que escuchan música, absortos en la mentira de algunas notas musicales, otros leen con desinterés, las micros se llenan, algunos pelean, que el pasaje es muy caro, que el patrón no me ha pagado las imposiciones, que la vida está más cara.
Muerte al patrón.
En cada parada la misma tónica, y aún la mañana está obscura, se siente  frío, somos de los que nos pilla la helada y volvemos con el calor. Gente muerta.
Se acostumbraron a caminar, contar la misma cantidad de pasos desde el paradero hasta la estación de metro, luego otra micro, y otra y otra, miran al piso, muy pocas veces hacía adelante. Nada cambia, todos los días es lo mismo.
Amargan con sus apatía al que recién empieza, al que no parece conocer la tónica de la cotidianidad, apagan con sus sonrisas con miradas desaprobatorias, los crucifican sin pecado.
La misma mujer ciega que vende chicles, a la cual no osan robarle no por honestidad, más bien porque sus ojos somnolientos no notan su ceguera.
Los que deambulan con corbata, manos al bolsillo y café barato en mano, conforme ascendemos por la avenida principal ese mismo café tiene nombres, marcas, y pareciera que el sentido del recorrido le da sentido al precio que exigen.
Empieza a aclarar, algunas estaciones se atiborran de gente, el metro cuadrado desaparece, se confunden, es el único momento en que ni el perfume caro que comprar para aparentar, ni las camisas recién planchadas tienen diferencias con poleras gastadas o suéteres con olor a comida casera, nada sirve para generar una diferencia, somos todos iguales, con un número en el pecho, somos lo que recibimos, somos la demostración de nuestros ingresos netos, somos los que podemos cargar una tarjeta azul como única vía transporte.
No somos más que eso.
Comparto una sonrisa, un hombre mayor me corresponde, come con gracia un pan que pareciera ser un manjar, solo tiene mantequilla al parecer, sus escasos dientes hacen su mayor esfuerzo, el sonríe de nuevo. Se baja conmigo, entro en un edificio alto, lujoso, oficina 505, él busca sus áreas verdes, esas que si lo necesitan y no le niegan la mirada.
Recién a la hora de almuerzo veo a quienes no comparten mi expedición de casi media noche, llevan trajes y un reloj de marca conocida, comen almuerzos que por ahora exceden mi presupuesto, padres y señores de eso que llamo sistema.
De regreso somos otra sintonía, bostezos  conversaciones más apagadas aún, peleamos un asiento para poder echar una siesta de vuelta, a ellos les queda trabajo, quizás hijos, quizás mascotas, quizás familia que atender, sus rostros lucen tranquilos, pero muertos a la vez.
No se como tanta gente puede sobrevivir en un espacio tan pequeño.
Siento asco, enfurezco, mi ropa pulcra, mi lucha descubierta, mi rostro mirando al opresor, mi lucha se convirtió en aceptación del cargo, no hay lacrimógenas, ni gritos de caos, pero juro que sigo maquinando la forma de destruirte, buscaré como todos nosotros alcemos la cara para escupirte, para sacarnos el número del pecho.
El sueño cierra mis ojos, y ahora no es un pan con mantequilla, es un simple helado de dos gambas el que genera tu sonrisa, nuevamente sus escasos dientes me anuncian que hoy terminó la labor, que descansaremos en paz una noche más.

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